Son las 3,45 de la mañana, toca levantarnos, desayunar algo
rápido, poco, porque los nervios nos pueden, y salir hacia el aeropuerto.
Salimos a las 4,30 hacia la que será su primera aventura real en solitario, el
viaje de final de 4º de ESO. La verdad es que no se quien está más nervioso el
o yo. Aunque si soy sincera, creo que soy yo.
En septiembre supimos que el viaje de fin de curso sería a
Londres, así que tras el pánico inicial, ambos tuvimos claro que era una
experiencia que no se podía perder. Él empezó a trabajar en lo que consideró
más importante para el éxito del viaje, mejorar su pronunciación en inglés, al
mismo tiempo yo desplegaba abanicos con miles de posibles contratiempos y un
plan de trabajo de anticipación con su terapeuta y su tutora en el instituto
que duraría varios meses.
La verdad es que cuando empezamos a trabajar la preparación
del viaje, quien más dudas y más miedo tenía era yo. Cada vez que hablábamos
del tema le repetía como si de un mantra se tratase: recuerda llevar siempre encima
la documentación, puede haber contratiempos en la facturación pero no te
impacientes, si pasas el control y salta la alarma no grites ni salgas
corriendo, quédate parado y no te asustes, recuerda dividir el dinero, haz una
foto de la casa por si te pierdes, no te separes del grupo, etc…
En realidad quien se repetía esos
mantras era yo, supongo que era la necesidad de sentir que no olvidaba ningún
detalle, que tenía todo controlado, que pese a estar a mil quilómetros seguiría
ayudándolo. Y es que centramos nuestros esfuerzos y nuestro tiempo en buscar
recursos y estrategias para que nuestros hijos aprendan a sobrevivir, pero a
menudo acabo preguntándome: ¿y quien nos enseña a nosotras?
Pasamos años previniendo, controlando,
minimizando los impactos, resolviendo conflictos. Lo más difícil no es dar
consignas y prevenir los problemas, lo verdaderamente difícil es dejar ir,
dejar que crezcan, asumir que hay cosas que deben aprender solos, y sobretodo,
que cada vez los retos implicarán más riesgo, menos control de las situaciones
por nuestra parte.
Mi hijo volvió, y ver esa chispa de alegría en sus ojos me
confirmó que habíamos hecho lo correcto, que había valido la pena superar los
miedos y avanzar. Ha sido una experiencia importante porque ambos hemos
aprendido.
Aún hay quien cree que somos nosotros
los únicos que educamos, enseñamos y guiamos a nuestros hijos, pero no es así,
aprendemos de ellos. Esta experiencia respondió a mi pregunta: a avanzar y a sobrevivir
nos enseñan ellos.
Pd: Foto del Imperial War Museum, autor mi hijo.
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